jueves, 13 de febrero de 2014

Veintidos quince.


Hay que tener nariz.
- Siga su corazón, dicen;
pero insisto:
el olfato es más confiable.

Hay que saber oler la lluvia
antes de que caiga, eso sí
para entonces poder pasar
por bruja.
Hacer vibrar los pelos de las
fosas con cada fibra
de olor a recuerdo escondido
en el elevador de un edificio
en la Colonia del Valle.

Es de suma importancia,
para la supervivencia
saber reconocer el aroma de otro,
en el puño de una camisa,
en la palma de la mano,
bajo el quicio de la puerta.
O esnifar la pólvora
de tinta seca,
de la muerte que se acerca
un olor invisible de sombra.

Cuando has olido la muerte
en la almohada de tu padre,
entonces has aprendido
algo útil,
el olor del hueco que queda,
el vaporoso humor
del nunca más, del jamás.

Aprendes a reconocer
la esencia de lo eterno
-que no es el amor,
sino la muerte-
Y eso se huele sin
mayor trámite.
Así llega el acuse de recibo
hasta la nariz;
ese olor que coloreaba
la infancia
que ha dejado el mundo
y te ha ganado la carrera
por  más de una nariz
de ventaja.