domingo, 30 de junio de 2013

Una cincuenta y ocho


Vivo un mundo de gallinas
gordas y cacarizas
la fealdad mía
en las palabras suyas
los gritos, el siseo, la intención.

Quieren despojarme
y yo no tengo nada.
Si tengo algo es miedo
y ese mejor que se lo lleven.

No hay divanes tan anchos
como mi vergüenza,
tan fondo de saco
ni todas las monedas de oro
cagadas por un burro
acallarían con su cascada
tañendo las piedras del patio
el caudal estrepitoso de mi ceguera.

Es que me dejé los ojos
en el quicio de la ventana
de cuando era niña.

Se me perdió el cabo del hilo de todo esto
un día que no me olvido,
y no me han alcanzado los dientes
para deshacer el nudo
- o acaso cortar-
ni la brújula para llegar al hospital
como no tuve piernas para caminar
hasta la escuela,
esa mañana, furiosa de llanto
y gris de los hongos en las paredes
los mocos de hoja sola,
vapor de lo inaceptable
mirada clavada en la calle
pero en lo inmóvil
de la certeza pura
la única que aún cuelga del final
de ese abandono
que solo saben colocar las madres.